Por Nicolas Papalía, Silvana Mondino, Susana Campari

Miembr@s de la Asociación Civil Mujer y Gobierno – www.mujerygobierno.org

Promover la igualdad de oportunidades no se agota en la enunciación de derechos, sino que exige políticas públicas activas que fortalezcan la organización, participación y visibilidad de las mujeres como sujetos sociales y políticos.

La paridad, en este contexto, no es solo una cuestión de números: es una garantía de acceso real al poder y a la representación.

 


El 14 de abril, el Instituto de Gestión Electoral (IGE) aprobó el diseño de la Boleta Única Electrónica para las elecciones legislativas de 2025 en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires.

Mediante la reglamentación se establece que cada agrupación política debe consignar los nombres y apellidos de los tres primeros candidatos/as, pero, a la hora de la inclusión de la imagen, les otorga plena discrecionalidad para decidir cuántos candidatos/as mostrar en la boleta, pudiendo, entonces, escoger a uno solo de ellos.

Si tenemos en cuenta que sólo 6 mujeres encabezan las 17 listas presentadas, podemos concluir que el cuarto de votación estará cubierto mayoritariamente por varones.

 


Este punto, aparentemente técnico, pone en jaque el principio de paridad de género, consagrado en el artículo 3° del Código Electoral porteño.

La norma exige garantizar igualdad real de oportunidades entre varones y mujeres en el acceso a cargos públicos, pero la resolución abre la puerta a que las listas prioricen —una vez más— la figura masculina que suele encabezar, invisibilizando así a las mujeres que integran las listas, especialmente en segundos lugares.

Aquí es clave comprender el fenómeno de la discriminación difusa, esa forma sutil, estructural y muchas veces inadvertida de exclusión, que opera no a través de una norma explícita que prohíba, sino mediante decisiones administrativas, prácticas institucionales o diseños aparentemente neutros que en la práctica terminan consolidando desigualdades.

Esta modalidad de discriminación es especialmente insidiosa porque no siempre es identificada como tal, pero sus efectos son concretos: limitar el acceso de las mujeres a la esfera pública, reducir su visibilidad y perpetuar estereotipos de poder
masculinos.

 


En el caso de la boleta, permitir mostrar solo una imagen contribuye a esa lógica, profundizando la brecha de representación simbólica en la política.
La normativa vigente —desde el Código Electoral local hasta la Constitución porteña, pasando por leyes nacionales como la 27.412 y pactos internacionales de jerarquía constitucional— obliga al Estado a eliminar no solo barreras formales, sino también simbólicas y materiales que impiden la participación igualitaria. La visibilidad es una de ellas.

 


En los hechos, la mayoría de las listas siguen siendo encabezadas por
varones. Si a esto se suma la posibilidad de mostrar solo una imagen —casi siempre masculina—, se consolida un escenario que margina a las mujeres del espacio público y político.

La paridad no es un gesto, es un principio. Y no se trata solo de garantizar el 50% en el armado de listas, sino de asegurar condiciones reales de acceso, representación y visibilidad.

 

Cada resolución que afecte ese objetivo debe ser analizada con lupa y desde una perspectiva de género comprometida con transformar, y no perpetuar, las desigualdades.

 

La igualdad no se predica, se ejerce. Y la ciudadanía plena de las mujeres
también se juega en una boleta

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