Los políticos, mientras, se tiran con la responsabilidad de que el sistema carcelario esté estallado. Hace diez días, el ministro de seguridad porteño, Marcelo D’Alessandro, dijo que la interventora del Servicio Penitenciario Federal, María Laura Garrigós de Rébori, le había solicitado que dejara de detener personas para evitar hacinamientos en las comisarías. “¿Cómo voy a decir semejante cosa?”, se defendió la funcionaria. Pero el cruce evidencia la crisis por la que atraviesa el sistema carcelario en el país.

En la Argentina hay 318 unidades de detención, con 106.559 personas privadas de libertad. De ese total, 94.944 están en prisión y 11.615 en comisarías y destacamentos policiales. Solo poco más de la mitad tiene condena: 52.035. Los 42.348 restantes se encuentran bajo proceso. Estos datos del Sistema Nacional de Estadísticas sobre Ejecución de la Pena (Sneep), correspondientes a 2020, dicen que las cárceles están ocupadas por argentinos (95%), menores de 35 años (57%), varones (96%) y con apenas los estudios primarios completos (65%).

Las estadísticas también muestran que han descendido los programas de trabajo y educación. El 89% no participó de ninguna actividad de capacitación laboral, y el 58% tampoco se integró a alguna propuesta educativa. Las cárceles, como están hoy planteadas, no les sirven a los reclusos y tampoco a la sociedad, que sigue siendo víctima de delitos que se originan tras las rejas, como los secuestros virtuales o los planes mentados para ser ejecutados por otros delincuentes que están libres en la calle. No les sirven hoy, y todo indica, seguirán sin servirle si no se implementa un cambio de fondo.

“En la década de 1960 había un gran optimismo con los programas de resocialización, se hablaba de un Estado terapéutico, que los presos entraban y salían resocializados. Pero ya en los años 70 ese optimismo se perdió por completo”, explica Ezequiel Malarino, director de la carrera de Abogacía y de la Maestría en Derecho Penal de la Universidad de San Andrés. Cita un trabajo del norteamericano Robert Martinson titulado What Works? (“¿Qué funciona?”), que en 1974, y tras revisar 231 programas implementados en el sistema penitenciario, concluyó que, con unas pocas y aisladas excepciones, “nada funciona”. De hecho ese “nothing works” quedó como un lema de toda la política penitenciaria hasta hoy. Aunque hacia 2000 algunos autores empezaron a ver que ese “nada funciona” también era exagerado.

“Hay todo un debate acerca de si las cárceles son un espacio para resocializar o si es una escuela criminal. Y hoy las estadísticas serias tienden a afirmar que es más probable la hipótesis de que la cárcel genere delincuencia más que la reduzca. Y que si la reduce es por edad. La gente envejece en la cárcel y la gente vieja comete menos delitos”, detalla Malarino.

Para peor

Hay quienes ingresan a la cárcel a cumplir una condena por un delito menor y terminan integrando bandas preexistentes desde las que se cometen delitos mayores. Sucede con organizaciones delictivas locales como Los Monos, capaces de emplear y proteger a los presos que se les acercan. Pero también con otros grupos criminales extranjeros, como el Primeiro Comando da Capital (PCC), una organización de reconocido poder en territorio brasileño, que ya ha cruzado las fronteras y hace sentir su influencia en algunas cárceles argentinas.

“Con estos niveles de hacinamiento, estamos prácticamente duplicando la capacidad de las cárceles, y con la escasez de recursos hay cada vez menos programas. Así, la sociabilización es casi imposible”, subraya Marcelo Bergman, doctor en Sociología por la Universidad de California, profesor y director del Centro de Estudios Latinoamericano sobre Inseguridad y Violencia (Celiv) de la Universidad Nacional de Tres de Febrero (Untref). Pero ¿por qué hoy las cárceles son parte del problema de la seguridad? Primero, precisa, porque “la alta rotación de privados de su libertad hace que más de la mitad recuperen la libertad habiendo atravesado un período traumático y habiendo además establecido dentro redes delincuenciales”. Dice que la mayoría “sale con pocas oportunidades laborales, con problemas familiares que persisten, deudas que pagar y adicciones”. Así, “el camino al delito es muy, muy rápido”. Y segundo, porque “muchos delitos se organizan desde las cárceles, ya que participan algunos internos y otros se involucran al salir”.

Según una encuesta de la Untref, entre internos en reclusión, más de la mitad de ellos salen y cometen delitos en menos de un mes de recuperada la libertad.

Otro factor que tuvo efectos nocivos es el mayor uso del arresto domiciliario como alternativa a la prisión, recomendado por organismos internacionales en el contexto de la pandemia. Según datos del Servicio Penitenciario Federal reportados por Chequeado, esta modalidad se duplicó: pasó de 15% en 2019 a 30% en 2021, con el riesgo de que la vigilancia que debe ejercer el Patronato de Liberados de cada provincia pierda efectividad.

Hay que buscar alternativas que “racionalicen el encarcelamiento”, dice Mariano Lanziano, Coordinador del equipo de Política Criminal y Violencia en el Encierro del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS). “El aumento del encarcelamiento como única respuesta a las demandas de seguridad –sostiene– generó una situación de sobrepoblación que se replica en gran parte de las cárceles argentinas y que encuentra su máximo exponente en la provincia de Buenos Aires”.

Para Lanziano, “estamos ante un escenario que es resultado de múltiples modificaciones legislativas que no solo tienden a poner al encarcelamiento como regla y única respuesta a cualquier conflicto, sino que también modifican la progresividad de la pena, a punto de restringir o impedir cualquier medida de libertad anticipada o semilibertad, algo que es una condición indispensable para la resocialización. Pensar que una persona puede reintegrarse a la sociedad desde el aislamiento absoluto en condiciones inhumanas, sin ninguna etapa intermedia, es prácticamente una fantasía”, resume. Y agrega otro faltante: las políticas públicas que acompañen a las personas una vez que están afuera de las cárceles y tienen que “reinsertarse en una sociedad que los expulsa y los discrimina por el solo hecho de haber pasado por la prisión”.

En este mismo sentido, Malario reivindica la probation o suspensión del juicio a prueba. Una forma de extinción de la pena para aquel imputado que cumplió determinadas reglas de conducta durante un período de prueba. “En la Argentina existe esto de una suspensión del juicio a prueba. Se hace el juicio penal, se ponen ciertas medidas de prueba, y a las personas que cumplen con esos requisitos se les extingue la acción y no tienen pena. Lo que pasa es que no hay control”, precisa, y agrega con algo de optimismo que en la fiscalía de la ciudad de Buenos Aires se están intentando algunos programas piloto.

Falta de preparación

La reinserción se dificulta por la falta de preparación para el afuera de los presos. Realidad que por otro lado ya era compleja al ingresar. Muchos de estos delincuentes ya eran desempleados y carecían de un oficio que les podría permitir reinsertarse. Según el informe de Sneep, al momento del ingreso el 40% estaba desocupado, el 39% tenía un trabajo de tiempo parcial y el 47% no tenía ningún oficio.

Leandro Halperin, especialista en políticas penitenciarias y de prevención del delito, y docente de Derecho Constitucional y DDHH de la Universidad de Buenos Aires (UBA), habla del fracaso de la misión resocializadora. “La pena privativa de la libertad fracasó porque la cárcel reproduce las conductas que sanciona y cerca de la mitad de sus habitantes van a volver a tener condena, y fracasó porque el estigma de ser un ‘preso’ condiciona su futuro en libertad al verse limitadas considerablemente las oportunidades que se tienen al momento de salir de la prisión”, detalla.

Salidas, alternativas, soluciones tentativas para un sistema que ha fracasado, existen. Otras experiencias del mundo pueden marcar el camino. Pero habría que comenzar porque el Estado cumpla la ley. Así lo comprende Halperin, quien detalla que “sería un buen comienzo para detener los delitos intramuros que el Estado respete la ley también en la cárcel. Las personas que se encuentran privadas de la libertad son observadas durante las 24 horas, nada entra o sale de la prisión sin pasar por los controles del sistema penitenciario. Por lo tanto reducir los comportamientos criminales que ocurren en el interior de las cárceles argentinas es una tarea que debe comenzar por una profunda reforma de la actividad penitenciaria, con trabajadores y trabajadoras penitenciarias con estímulos y protección para llevar adelante su tarea de manera positiva, colaborando con las investigaciones de la Justicia, en vez de complicarlas, como ocurre en la actualidad, y con inversión para mejorar los espacios internos con el objetivo de desarrollar acciones que la ley ordena”.

Nuevas ideas

Alguno expertos hablan de implementar políticas un poco más arriesgadas. Por ejemplo, cárceles más selectivas, acotadas a los responsables de un determinado tipo de delitos. O políticas de resocialización que se lleven a cabo fuera de las prisiones. Malarino plantea que hay que volver a preguntarse para qué se quieren las cárceles. “Si uno piensa en términos de justicia, en que una persona cometió un delito y merece estar preso, estamos en un plano puramente ético. Ahora, si se quiere una política penitenciaria y penal para reducir la delincuencia, hay que fijarse en lo que conviene. Tengo una persona 30 años en prisión, y los últimos diez normalmente no va a cometer delito porque ya es anciano, bueno, quizá conviene usar esos recursos de otra forma. Por ejemplo, enfocarme en los delincuentes que cometen más delitos”.

Difícil saber cuánto se gasta en cada preso en un país con altísima inflación como la Argentina. Pero hace un tiempo, en Europa, se realizó una encuesta donde se le preguntaba a la gente sobre el tiempo de prisión para determinados delitos. Todos coincidían en pedir condenas largas para combatir la inseguridad. Pero no bien se enteraban que pagaban con sus impuestos entre 30.000 y 40.000 euros al año por cada preso, cambiaban de opinión. La opinión pública clama por mano dura hasta que es consciente de cómo esto también afecta su bolsillo.

Durante décadas, los gobiernos concentraron su esfuerzo en hacer crecer el sistema penitenciario como principal respuesta del Estado. Pero el régimen carcelario, tal como lo conocemos, ha fracasado en su objetivo de resocializar a los que cometen delitos. Las prisiones funcionan mal y la inseguridad que surge de ellas no es una sensación. Tal vez llegó el momento de demandar respuestas más innovadoras y eficaces a quienes deben administrar las instituciones democráticas.

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