Querido Francisco,
Desde que me enteré me siento con el corazón apretado y la garganta cerrada. Me cuesta caminar por la calle sin llorar. No solo porque despedirte duele, sino porque con tu partida siento que algo muy valioso, casi único, también se nos va: la esperanza de que las instituciones más duras, más antiguas, más frías, puedan también abrirse al amor, al dolor del otro, a la ternura y a la justicia.
No sé si alguna vez un líder mundial salió tan firme y decididamente del lugar cómodo y abstracto que le tocaba. No sé si alguien más se animó, como vos, a abrazar a quienes el mundo empuja al borde. A mostrar que la fe no es un dogma blindado, sino una experiencia viva que se hace cuerpo en el abrazo, en la escucha, en la decisión de estar donde duele.
Fuiste el que pidió a los jóvenes que hagan lío. El que nos pidió que no licuemos la fe, que no nos dejemos aplastar. Fuiste el que abrazó a una mujer feminista con un pañuelo verde y no la condenó. El que viajó a Lampedusa a mirar a los ojos el egoísmo global. El que le abrió las puertas a pibes que no encajaban en los moldes, y quedaban afuera de todo.
Apuntaste a los curas abusadores sin eufemismos. Dijiste basta a la corrupción. Nombraste mujeres en puestos de poder en el Vaticano. Elegiste vivir en una casa mas sencilla, en lugar de en el gran palacio, porque entendías que el gesto también es mensaje.
Además, me duele una soledad más íntima. En cada misa a la que voy, siento que le hablan a otros. Yo sigo yendo como desde hace más de 45 años, como forma de resistencia.
Pero en cambio vos, vos me hablabas a mí.
También me duele, profundamente, haberme enterado de tus gestos y acciones por TikTok o por medios extranjeros. Porque acá, en tu país, muchas veces se silenció tu palabra y tu trabajo. Se redujo tu figura a una postal para políticos en busca de bendiciones y fotos, sin contar lo que realmente estabas haciendo, lo que verdaderamente estabas cambiando. Y muchos de los que hoy te ponderan, hasta hace poco te ignoraban, o incluso te atacaban.
Y esto no para, tras tu partida los noticieros solo muestran tus fotos con diferentes políticos locales. Siempre enrededados en el barro de la política de vestuario.
Y entre tantas heridas, hay una que me resulta la más insoportable: que nunca hayas podido volver a casa. Que te hayas ido como Bergoglio rumbo al cónclave, y que ya siendo “el elegido”, Papa Francisco, jamás hayas pisado de nuevo suelo argentino.
Que la grieta, las miserias, la guerra discursiva, el odio entre compatriotas, te hayan negado ese abrazo con tu gente. Que algunos, incluso, te lo reprochen, crueles e ingratos, sin entender el dolor inmenso que eso significó para vos. No hay castigo más cruel para alguien que ama su tierra, el no poder volver. Más aun siendo el 1, no poder encontrar la paz suficiente en el propio país para que estén dadas las condiciones de regresar.
No quiero sonar conspiranoica, pero creo que fuimos cómplices de esa invisibilización adrede. Creo que inocomodabas demasiado. Tocabas resortes que nadie se animaba a mover. Porque vos desarmabas estructuras. Mostrabas que sí es posible cambiar.
Y ahora, cuando ya no estás, algunos te alaban. Porque ya no respiras. Pero yo, y muchos como yo, sentimos que nos quedamos muy sol@s. Sí, otra vez, sol@s quienes creemos que la sociedad, las iglesias, los medios, las grandes instituciones pueden y deben hablarle también a los que no entran en el molde.
Gracias, Francisco. Por habernos mirado y habernos obligado a ver a los que nadie mira. Por hacernos sentir respetad@s Y por recordarnos que la fe, la justicia social si no es compromiso con el otro, no es nada.
Con amor, con tristeza y con profunda gratitud,
Laura Echezarreta