Por Javier Roncero

La vulnerabilidad del mundo frente a esta pandemia fenomenal marcará los próximos años de vida de miles de millones de personas. ¿Estaremos los argentinos frente a una inesperada oportunidad?. Tal vez, puede que tengamos la posibilidad de dar a luz un nuevo contrato social, algo diferente al que generó el nacimiento de los Estados Nación tal como los conocemos hoy.

Tal vez, puede que tengamos la posibilidad de dar a luz un nuevo contrato social, algo diferente al que generó el nacimiento de los Estados Nación tal como los conocemos hoy.

La Segunda Guerra Mundial, con su saldo de millones de muertos y pobreza en casi toda Europa, alumbró un nuevo orden internacional cuya mayor virtud fue consolidar los modelos de Estado de Bienestar que pocas décadas más tarde comenzaron a perder presencia y poder frente a la vertiginosa globalización del capital, sustentada en el arrollador avance de las tecnologías de la comunicación y el transporte.

En los hechos esto implicó que las corporaciones tuvieran más poder que los estados nacionales y se negociaran a la baja condiciones laborales, medioambientales y salariales. La cobertura política y la justificación ideológica de semejante desastre la dieron el neoliberalismo y los holdings mediáticos que aportaron la invalorable comunicación globalizada de un nuevo credo laico: lo único que importa es la economía, el mercado y la velocidad en maximizar ganancias.

Los costos están a la vista, un planeta devastado, frágil, empobrecido y a merced de este enemigo invisible. Avanzábamos a máxima velocidad hacia el precipicio, la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza, la prédica incesante de reducir el Estado a su mínima expresión, el reemplazo del trabajo por tecnología, el individualismo como dogma universalizado, la educación como especialización para la producción y no como herramienta de superación y trascendencia, la destrucción desenfrenada del planeta bajo el lema producir y competir.

Avanzábamos a máxima velocidad hacia el precipicio, la creciente desigualdad en la distribución de la riqueza, la prédica incesante de reducir el Estado a su mínima expresión

Así los estados dejaron de planificar e intervenir en las cuestiones trascendentes de la vida de los seres humanos como la salud y se le dio plena libertad a la mano invisible del mercado, que por supuesto sólo se ocupa de aquello que maximiza ganancias en el menor tiempo posible. Se impusieron los planes costosísimos de salud privada, la investigación de laboratorios que venden sus patentes a precios exorbitantes que resultan inalcanzables para la mayoría, el Estado sólo mirando y dejando hacer. Esta descripción global aproximada refleja en parte la realidad de nuestro país, con algunas características profundizadas para peor y otras levemente para mejor.

Venimos de años convulsionados, con un fuerte antagonismo que divide a la sociedad casi en mitades, donde la crispación, la intolerancia, la descalificación, la denostación, son la moneda corriente; una comunidad fracturada. En este contexto asume el gobierno de Alberto Fernández y casi antes de empezar nos llega el fenómeno del Coronavirus; estábamos en condiciones ideales para la desintegración y el sálvese quien pueda, pero no. Por el contrario, el gobierno convoca a los mejores especialistas en salud pública, epidemiología, infectología. El flamante Presidente los escucha, resuelve tempranamente el aislamiento social obligatorio y anuncia que no va a anteponer la economía a la vida de las personas.

Este anuncio nos interpela desde lo mejor de cada uno, desde la pluralidad y la diversidad, la respuesta llega con el acompañamiento de los dirigentes propios, de la oposición, y de la mayoría de los ciudadanos dispuestos a dar su confianza a quien tiene la responsabilidad de gobernar y cuidarnos a todos, incluso a aquellos que no lo hemos votado.

Se monta en la Argentina un nuevo escenario donde las cosas empiezan a parecer normales y allí concurren todos quienes tienen la responsabilidad de gobernar sin distinción de qué lado de la fractura estaban. Se dispone una batería de medidas para reforzar el sistema de salud, y para dar asistencia a los vulnerables que se cuentan de a millones, todo parece encaminarse a dar una batalla sin cuartel a la pandemia, sin saber de antemano ni poder predecir cuál será el daño al final del camino.

Sabemos que, si priorizamos la vida y eso da cohesión al conjunto, entonces las cosas irán mejor que perpetuando la riña de gallos en la que estábamos inmersos. Pero de golpe suena una alarma: un intocable del poder económico fue levemente apercibido por el Presidente por dejar a más de 1.400 familias sin trabajo. Se encienden las cámaras y se descarga toda la batería mediática, en las redes tronan los clarines de odio en manos de ejércitos de trolls que llaman a pegar contra las ollas. Los adoradores de la grieta se relamen, las pantallas se inundan de odiadores de uno y otro borde; en el medio, toda una Argentina.

Sabemos que, si priorizamos la vida y eso da cohesión al conjunto, entonces las cosas irán mejor que perpetuando la riña de gallos en la que estábamos inmersos.

Dejemos atrás el virus del antagonismo inútil, cuidemos la salud y el porvenir de todos los argentinos, usemos las cacerolas sólo para alimentarnos y aprovechemos esta pausa obligada para pensar en un futuro distinto, sin grietas, sumando a todos, respetando todas las opiniones. Tenemos la oportunidad de construir entre todos un país moderno y solidario, donde “aplanar la curva” sea tan importante como cerrar la grieta.

Share This