Desde 2010 menos de la mitad de la población trabajadora disfruta de “empleos de pleno derecho” y una amplia precarización e informalidad domina el panorama laboral. En el primer trimestre de 2024 (EPH-INDEC), un tercio de la población trabajadora obtiene ingresos inferiores al SMVV: se ha pronunciado la cantidad de trabajadores “pobres”.
La pobreza monetaria supera a la mitad de la población urbana y es más elevada entre los hogares con menores de edad. La expansión de la política social, aspecto relevante en la experiencia política previa, ha logrado mitigar de manera limitada el derrumbe de los ingresos laborales y de las condiciones de trabajo de la mayoría de la población trabajadora, que llevan más de una década de deterioro.
Desde hace más de dos décadas se pusieron en marcha los programas de transferencia de ingresos comúnmente denominados “planes sociales”, con distintos nombres y orientaciones, para las poblaciones en “edad de trabajar”. Se encuentran en el orden de los 1,3 millón de perceptores.
Un informe de la Oficina del Presupuesto del Congreso de 2021 indicaba que el gasto de esos programas alcanzaba apenas el 0,5% del PBI:
poca inversión para tanta controversia.
El gobierno congeló la cuantía de los “planes” en 78.000 pesos, valor que tenían en diciembre, equivalentes aun 30% del SMVM. Desde 2016 esos montos oscilaban en torno al 50% del SMVM y se actualizaban más o menos automáticamente. El empobrecimiento en el poder de compra, la represión de las manifestaciones públicas y el proceso de criminalización de los líderes de algunas de las organizaciones populares reclamantes complementan la posición oficial. Desincentivos al reclamo e incentivos a la salida del poco generoso sistema de subsidios, en un contexto económico recesivo, contribuyen a pronunciar el estado de miserabilización social.
No se trata de ahorro fiscal, dada su mínima incidencia, sino de posicionamiento ideológico oficial: el bienestar es un problema de cada uno, especialmente para la población que cursa estas edades. Los planes no se eliminan, pero se licuan casi hasta su insignificancia en el presupuesto familiar.
La perspectiva oficial combate la “intermediación” promovida, según esa versión, por la existencia de los “planes”. Pero confunde dos asuntos: por un lado, la densidad organizativa de los barrios populares y sus contribuciones a la producción de la vida social en esos entornos, desde comedores comunitarios hasta cooperativas de trabajo, frente a la alternativa siempre latente de la narcocriminalidad; por el otro, el problema del “clientelismo” y los desvíos de fondos. El segundo asunto eclipsa al primero en el discurso oficial.
La viga ordenadora de la política social es la transferencia de dinero a los hogares con menores de edad. La AUH, con 4 millones de niños, niñas y adolescentes perceptores, en septiembre alcanzó un valor de 84.275 pesos, con una variación nominal del 308% respecto de diciembre, y desenganchada por primera vez del tramo más bajo de las asignaciones familiares del sector formal, que quedaron en la mitad de ese valor (42.137) por un DNU que se prolonga subrepticiamente en el artículo 68 del proyecto de ley del presupuesto nacional. La población infantil de los trabajadores pobres informales tiene un “precio” que duplica al de los trabajadores pobres del sector formal.
El otro componente del esquema es la Tarjeta ALIMENTAR, establecida durante la pandemia, que transfiere dinero a los hogares con menores de 14 años por un monto de 52.250 pesos (un hijo), ajustable por el tamaño familia, y destinada a la misma población de la AUH. A partir de octubre incorporará al grupo entre 15 y 17 años, corrigiendo una injustificable distorsión originaria. De acuerdo con la ANSES (marzo/24) alcanzan a 567 mil personas. La medida es acertada pero cuidado con alabar en exceso la generosidad oficial: si los “planes” mantuvieran su paridad anterior con el SMVM, el gasto sería casi tres veces mayor al invertido en la ampliación de la prestación alimentaria.
Las AAFF se crearon con el propósito de contribuir a solventar mayores gastos como consecuencia del aumento del tamaño de la familia. La legislación vigente se aprobó en 1996 y fue modificada por tres DNU: creación de la AHU (2009), de la Asignación por Embarazo (2011) y la incorporación del trabajo independiente (2016). A partir de 2009, el discurso público viró desde la contingencia familiar hacia el combate a la pobreza: lo que constituía un avance en un tratamiento equitativo de la población infantil, se opera políticamente como un plan social.
La AUH es un “salario familiar” no contributivo, administrada por la ANSES y tiene condiciones objetivas de acceso y percepción (acreditación de la condición laboral de los progenitores y cumplimiento de las obligaciones educativas y sanitarias de los menores de edad). La Tarjeta ALIMENTAR opera con las mismas condiciones. Los beneficios se encuentran individualizados sin intervención de potenciales intermediaciones: preferencia excluyente de la política oficial.
En el primer trimestre/2024 (EPH-INDEC), los subsidios sociales representaron el 15% del ingreso total familiar de los hogares perceptores y entre aquellos en situación de indigencia, se elevó al 35%: el resto provino de sus magros ingresos laborales. Las transferencias de ingresos privilegian a los hogares más pobres con menores de edad y tienden a extinguir aquellas orientadas a los adultos en “edad de trabajar”, que inexorablemente deben “ganarse el mango” para sobrevivir en una economía que cayó el 3,4% del PBI en el primer semestre. Las transferencias nunca cubrieron suficientemente los gastos de los hogares: solo cabe esperar más pobreza a partir de las decisiones oficiales
Nota original publicada en https://www.diagonales.com/opinion/solo-cabe-esperar-mas-pobreza_a66ec9b10e8dea9879b86aede