El viernes por la mañana, camino a la oficina, el colectivo en el que viajaba se demoró apenas unos minutos: unas pocas cuadras, tal vez tres o cuatro minutos, por una marcha. No era ni de cerca un caos: el tránsito avanzaba lento, pero sin interrupciones graves. A un costado de la calle, manifestaban integrantes del MST y de Barrios de Pie. Banderas y carteles. Una escena habitual en la vida urbana argentina.
Pero lo verdaderamente llamativo no fue la protesta, sino lo que sucedió dentro del colectivo durante ese breve lapso. Un hombre que esperaba para bajarse en la próxima parada estalló, con una furia desaforada y explosiva:
—¡Estos planeros hijos de puta! ¡Con la mía se los financia! ¡Yo me mato laburando para mantener a estos negros de mierda!
Lo gritaba sin pudor, una y otra vez, como si no estuviera hablando de personas reales, sino de enemigos abstractos. Las mismas frases que inundan las redes sociales, repetidas con rabia, como si fueran verdades objetivas. El volumen y la intensidad parecían sacadas de una discusión en X (ex Twitter), pero eran reales, en un colectivo cualquiera, a las 9 de la mañana. No le alcanzaba con gritar en el aire. Nos miraba a cada uno a los ojos.
Un pibe joven, que venía leyendo, le respondió con tranquilidad:
—Son laburantes, hermano. ¿No ves que es gente humilde? Están reclamando, no jodiendo por gusto.
Entonces la tensión subió. El primero se le fue encima, gritando como si aquel joven fuera el responsable de todos los males del país. El colectivero intervino para frenar la escalada. La discusión no pasó a mayores, pero la escena quedó flotando en el aire.
Duele ver cómo incluso entre desconocidos que comparten unos minutos de viaje, cuesta mantener una conversación sin que aparezcan discursos tan marcadamente deshumanizantes. Frases sembradas desde hace años por ciertos sectores del poder político, mediático y digital, que operan como mecanismos de estigmatización y ruptura del lazo social.
Cuando se niega el valor del otro –cuando se lo trata como “negro de mierda” o “planero”–, lo que se destruye no es solo una conversación, sino la posibilidad misma de una sociedad cohesionada, tolerante.
En ese colectivo nadie se sumó a la agresión, y eso fue un alivio. Pero tampoco nadie dijo nada. Yo atiné a tranquilizar al violento. Pero sin mucho esfuerzo. No tenía sentido. ¿En qué momento empezamos a normalizar que cualquier expresión de reclamo social sea leída como una amenaza? ¿Cuándo aceptamos que la desigualdad del pobre sea solamente un obstáculo para la circulación urbana? Esta claro que ni yo ni nadie quiere la ciudad cortada, ni protestas todo el tiempo. También sabemos que muchas veces el clientelismo político administra la pobreza. Pero hablo de otra cosa. Hablo de la reacción tan extrema sin siquiera conocer el contexto. Y la baja tolerancia. Ya digo, no pasaron ni 3 minutos que ya estabamos circulando de nuevo.
Después, me puse a averiguar por qué marchaban. El reclamo tenía fundamentos. El gobierno nacional hizo recortes:
- Eliminación del FISU (Fondo de Integración Socio Urbana): financiaba obras esenciales en barrios populares, como agua potable, cloacas y mejoramiento habitacional. Su eliminación representa un retroceso enorme.
- Ajuste en asistencia social: recortes en programas clave para niñez, adolescencia y emergencia alimentaria.
- Congelamiento del Salario Social Complementario: congelado en $78.000 desde diciembre de 2023, pese a la inflación. Reclaman su actualización y la restitución del vínculo con el Salario Mínimo.
Si tan solo pudiéramos mirar cada escena de la vida cotidiana como si fuera la primera vez, con la curiosidad limpia de los prejuicios. Algunos de los manifestantes estaban descalzos!. Si nos preguntáramos más y gritáramos menos. Porque, al final, el colectivo siguió su curso, pero esa sensación de estar todos metidos en una conversación pública rota, que solo repite frases de guerra, y ya no deja espacio para el encuentro y la reflexión perdura.
Nos están rompiendo por dentro. Y si no frenamos a tiempo, vamos a terminar creyendo que el otro –el más pobre, el que reclama, el que piensa distinto– siempre es el enemigo.
LE